Colegio Bolivar y las tradiciones

A fe de hombre que mis recuerdos institucionales de la vida estudiantil no son lo que se dice un alijo de orgullos. No me queda mucho apego por el buen nombre de los colegios por los que anduve, tal vez porque fueron tres y no tuve el suficiente tiempo para insuflarme de la gregariedad mitológica de pertenencia al poderoso colegio san huevastián, por ejemplo o lo que fuera. De hecho, evito las reuniones de la “promo”, los días del ex alumno y el encuentro anual de los que reprobaban biología o educación física. Como Lot, obedecí el mandamiento de no mirar pa’tras y me negué a ser una estatua de sal añorando el maravilloso ensueño de mis años mozos, a mi señorita de física y a ese que se sentaba atrás nuestro y tenía ricitos ¿Te acuerdas? ¿Cómo se llamaba? Y si hurgamos un poco más en el asunto hasta podría ser víctima de un ataque de amnesia repentina o de espontáneo asco. Da igual.

Lo cierto es que uno de los colegios por los que atravesé, era sólo para caballeros. Ni el Don Bosco ni La Salle. El otro, era. Y bueno ¿qué quieren que les diga? Cultivé algunos buenos amigos, coseché no pocos odios y rencores, tuve maestros que enseñaban con cierta pasión y me dieron ciertas cosas que todavía recuerdo y no faltaron, por supuesto, otros hijos de puta que so pretexto de la hombría y el carácter eran una punta de abusivos y mediocres. En fin, nadie se quejaba porque ni la cosa venía tan grave ni pareciera que todo era malo. Era una vida rutinaria de colegio cuyas mejores nostalgias, en mi caso, provienen más del extramuros que del patio interior, amplio campo de concentración que, cada lunes, me recordaba la mierda de vida que era ser un colegial pasando la mayor parte de su día junto a otros colegiales igualmente feos, granientos y pingones. La puta que lo parió. ¡Cómo odiaba estar en un colegio de puro hombres!

Y la ritualidad desplegada para compensar la revolución hormonal era un frenético desgaste de dignidad. ¿Ir a pararse a la puerta del liceo de señoritas y esperar cruzar miradas con alguna? No señor, demasiado obvio. ¿Ir a las heladerías a demostrar entre las esclavas del sagrado corazón hombría y talento en el noble oficio de gastar el recreo de un mes? No, gracias. Ninguna zorra vale ese dinero. Además ¿A quién vamos a engañar? En mi casa no eran precisamente del tipo de gente que te dice: “Tomá estos pesitos, papito, para que te diviertas”. Como fuera, la cosa era un odioso círculo vicioso. Y todo el mundo en el colegio hablando del sexo opuesto, del sexo puesto y de que si hay que tratarlas así o que si ayer cayó la fulana. La del frente esa. La movida, en todo caso, era insana. No era natural la puñetera de vida esa y no me vengan con que la concentración, el estudio sin distracciones pubertas y la necesidad de formar el carácter justificaban plenamente la masculinidad obligada del establecimiento. Eso es pura cháchara retrógrada, moralista y enferma. 

El asunto es que el cambio de aires hacia el ansiado paraíso de la educación mixta, me obligó a ejecutar una rápida estrategia en el conocimiento de la psiquis femenina. Para cuando completé el estudio ya estaba parado, con toga y birrete, en el podio del bachillerato y mi vida de colegial se había acabado para siempre sin nunca haber podido alcanzar a disfrutar de la maravillosa convivencia entre chicos y chicas, plenamente por lo menos. Así que amparado en esta patética nostalgia, me pregunto qué clase de detrito puede pasar por la cabeza de los alumnos del Bolívar, que les entregaron en bandeja de plata la oportunidad de superar su complejo de Edipo y los muy maracos ¿Qué hicieron? Se taparon con cera los oídos para evitar el canto lujurioso de las sirenas y salieron a las calles a exigir su derecho de libertad para mear de parados y medirse la nutria, entre amigos y como señal de hombría, claro. 

Noventa y nueve años compartiendo secreciones sólo con los de tu especie, los peludos, es una tradición larga y compleja. Pero también es una tradición de mierda que quita la naturalidad de las relaciones entre sexos (y sí, se dice sexo y no género) propiciando comportamientos reprimidos que a la larga pueden derivar en otras formas de la conducta más tendientes al resentimiento que a otras cosas. Un colegio de puro hombres es un colegio que responde exclusivamente a un tipo de sensibilidad. La sensibilidad del bruto, los valorcillos abstractos pseudo-castrenses, los prejuicios de sociedades aldeanas y cucufatas y la radicalización de las diferencias naturales entre mono y mona. Resumiendo: Adolescentes del poderoso Bolívar, ¡jódanse con su tradición! Por su bien, putos. 

Pero analizados así los factores psico-pedagógicos, la otra punta del ovillo es la imbecilidad humana. Los padres (y madres, claro) de familia, por un lado, y autoridades –por otro- que hacen ejercicio de la violencia y la irracionalidad en este tema rebasa cualquier discusión. Entre el griterío, la mutua acusación, los empujones y las piñas, un problema que podría haber sido superado con charlas de orientación entre jóvenes se volvió una ch’ampa guerra vergonzosa. A ver quién es el que más fuerte se hace notar sin importar que en medio de todo, un puñado de señoritas valientemente se enfrenten al atropello de los llok’allas inseguros de su virilidad y los adultos en su pulseta por defender sus “derechos”. ¿Y los derechos de las chicas? ¿Alguien se acordó de ellas? ¿Dónde se metieron las Iffilis y las feministas militantes? ¿Dónde carajos estaban ocultando la cabeza? ¿Eh?. En virtud a ello, estudiantes del Bolívar, padres de familia, autoridades y demás bípedos envueltos en la cosa, no tienen la más mínima autoridad para reclamar algo. La cagaron enterita y punto. En cuanto a las chicas, hicieron lo que no pudieron hacer los alumnos del poderoso Bolívar: comportarse como machos.


0 comentarios: